Hace años, a través del cristal de un escaparate de una casa de muebles de segunda mano, en un televisor mal empotrado en una estantería de formica marrón, ví, en blanco y negro, al actor Luis Ciges contestando las preguntas de un entrevistador del cual ignoro el nombre y al que creo que no se le veía la cara. Estaba Ciges allí solito sobre un fondo gris. A la pregunta de “¿Qué le gustaría tener?”, o “¿Qué desea más que nada,” o algo así, Ciges, primero pensó un poco, y luego respondió: “el don de la gracia”. Me conmovió y aún me conmueve cuando lo recuerdo, y lo recuerdo muchas veces, sin que se desgaste la sensación primera. Él ha muerto sin saber que dejó a una actriz desconocida la herencia más hermosa que un ser humano pueda dejar a otro. Abrir la herida y procurar el bálsamo todo con el mismo gesto sencillo. El don de la gracia. Así, con minúsculas. Sigo creyendo que es lo más que se puede desear.

Yo no sé definir sin muchas palabras qué entiendo por “el don de la gracia”, pero obviamente él no quería decir “hacer gracia”, sino algo mucho más sutil y poderoso. Ese algo que convierte en fácil la cosa más difícil. Hay actores tocados del don de la Gracia. No soy uno de ellos. Pero a veces, en algún escenario, he sentido la caricia del don durante algunos pocos segundos, durante algunos pocos minutos, e incluso a veces (¡escasas y afortunadas veces!), intermitentemente a lo largo de toda una función. Y como la he sentido, y como quiero que se presente más veces, poco a poco, con los años, he ido recogiendo para uso particular las condiciones que ha necesitado la gracia para manifestarse a través de mi trabajo como actriz.  La gracia es un don, y los dones son regalos, por tanto no puedo exigirle ni rogarle a ningún dios para que me la dé. Exigir o rogar regalos está muy feo. Pero sí puedo tratar de reproducir todas las condiciones que sé por experiencia que le agradan, y evitar todas aquellas de las que sé que huye. Por si mi experiencia le sirve a alguien, aquí van.

Como soy lenta, tengo que trabajar mucho y tener paciencia, sin pretender los resultados que otros actores más rápidos que yo alcanzan antes. Pero rápidos o lentos, creo que a todos sirve saber que la impaciencia irrita al don. A veces me paso de lista y juzgo a mi personaje, o pretendo saber más que él. He observado que esto es muy común entre los actores: juzgamos al personaje que representamos, y pretendemos hacerle quedar bien; o, por el contrario, que se note que si el personaje es, por ejemplo, tonto, al espectador le quede claro que el actor es listísimo, y miren, miren qué bien “interpreto” las tonterías que hace mi personaje. Marcar distancias con el personaje aleja al don. A veces, en el escenario, hay momentos sembrados de gracia. Pues bien, tengo comprobado que basta pensar “qué bien lo estoy haciendo hoy”, para que escape corriendo. Puede volver a aparecer, pero si quiero que se quede no tendré que pensar en otra cosa más que aquello que pasa en el escenario.  Al don le repele la autocomplacencia. Un actor puede provocar enorme admiración exhibiendo sus habilidades, pero ese no es el propósito del teatro. Nuestro propósito es que pase algo en la vida del espectador, esa conmoción sutilísima, aparentemente poco importante y desde luego menos aparatosa que la admiración. Nuestro propósito es atravesar todas las capas y máscaras y llegar, como una aguja finísima, al corazón. Con la risa y el llanto, la herida y la rosa.

Y finalmente, las dos condiciones que para mí son las reglas de oro, aquellas que creo que el don de la gracia ama más especialmente.  Una, íntima: no perseguir la emoción. Concentrarse en lo que se tiene que decir, en lo que se tiene que hacer, en lo que hacen y dicen los demás, estar en presente total, despierto a todo lo que pasa en el escenario. Para eso están los ensayos, para en el momento justo saber lo que hay que hacer, y decir. Si se dan todas estas condiciones, la emoción se presentará. Si quiere. Porque la emoción es una de las manifestaciones del don, y también es un regalo. Pero no hay que perseguirla, ni obsesionarse con “ahora tengo que llorar”, “ahora tengo que ser divertido”, porque ese mismo esfuerzo nos aleja del presente, de la escucha. Y esto desemboca en la condición más importante de todas: no olvidar nunca que cuanto mejor puedan hacerlo los compañeros, mejor podré hacerlo yo. El don odia la competición, porque es de espíritu compasivo. Se siente a gusto cuando la gente colabora, y no puede resistirse a acudir a la invitación de la complicidad.

Hay que tener el valor de no pretender ser siempre los mejores actores, y ponernos al servicio de lo que sucede, como una nota más del concierto.

Y es que hace falta valor. Porque a veces, en el escenario, los actores logramos una proeza terrorífica: la compasión. Más allá de métodos y sistemas, la compasión es la yema de nuestro oficio.  Compadecer con el personaje, sin juzgarlo, sin querer ser más listo que él; compadecer con los otros actores, sin juzgarlos, sin querer ser más listos que ellos. Mirarlos a los ojos y saber que ellos también están compadeciendo con su personaje y con nosotros. en esos privilegiados momentos, los actores sabemos que el yo, que la gramática llama primera persona del singular, ni es lo primero, ni es personal, ni, mucho menos, es singular.  En esas ocasiones el espectador siente que en su corazón palpita la sangre de otros corazones, y, aunque sea por un breve segundo, no está solo. Así obra el don de la gracia. Abre la herida y procura el bálsamo, todo con el mismo gesto sencillo. Aquella respuesta mínima de Ciges, a mí me abrió una fuente de consuelo siempre nueva. Seguramente nunca seré una gran actriz, pero puedo desear la gracia, y hacer las cosas de manera que se sienta invitada a venir. Y cuando viene, nunca es para mí sola.  Gracias, hermano.

P.D: Se me olvidaba. Hay otra cosa que hace salir corriendo al don. Cuando hemos hecho una buena función, o una interpretación inspirada, querer repetirla. Al don le aburre la repetición.  Cada vez es cada vez y sólo eso. Pues eso quiere decir la palabra “función”. Viene de fungi, que quiere decir cumplir un deber y consumirse. Fundirse. Cada función, cada interpretación, es un “fungible” que no se puede reutilizar. Hay que volverla a crear desde el principio.

¿A que sí, compañeros?♦

por Isabel Requena
artículo aparecido anteriormente en la revista dharma