A la playa con el crío. Tiene dieciséis meses. Con los días perfecciono el sistema para cuidar de él, aprender y pasar un buen rato de playa. Llego, le quito el pañal y lo suelto.  me pongo a hacer un castillo de arena y un hoyo en la orilla, donde puede remojarse y revolcarse, y lo que es más importante, relacionarse. Mientras yo escarbo la arena, él despliega sus alianzas, su seducción y aproximación a un lado y a otro.  A cada puñado de arena que saco le doy una reojada, vigilándolo pacientemente, intentando no intervenir en sus andanzas, sólo cuando pueda molestar a alguien objetivamente.  Al poco rato, invariablemente, todos los días, el crío se acerca a algún niño o niña, su cubo, su pala, sus padres. Hay de todo, pero los padres no suelen ser muy receptivos, al contrario que los niños. Unos gestos, unas miradas, y a jugar juntos. Yo escarbo y miro, sin intervenir. Una vez los niños empiezan a jugar, los mayores empiezan a reglamentar y dirigir, quién lleva la pala, quién el cubo, cómo se maneja esto o aquello, dónde hay que llevar la arena y de qué manera, qué sí y qué no. Los niños se adaptan a todo pero antes o después se vienen al castillo a jugar, con mi crío o por su cuenta, porque nadie les reglamenta sus andanzas.  Invariablemente, he de decirle a los padres y madres que tienen mi permiso, que no me molestan, que pueden usar nuestros juguetes, que les devolveremos los suyos. no siempre acceden y les veo tirar de sus hijos una y otra vez hacia su toalla, adoctrinándolos sobre la propiedad y lo molestos que son, temiendo la espontaneidad y sus nefastas consecuencias mundiales.  Ellos acaban por entenderse a pesar de los adultos. Jamás le he dicho al crío que tiene que dejar nada, cuando le apetece lo hace, es lo normal. A mí no me gusta dejarle mis cosas a un extraño por las buenas, ¿por qué mi crío lo ha de hacer, y mucho menos entenderlo? Lo hace sin más cuando le parece.

A estas horas el crío está rebozado en arena como una croqueta y jugando con quien le dejan, o con los juguetes del niño que quería venir al castillo. Yo me entretengo con el castillo y juego con los niños que vienen. Lo que más me gusta de este juego que me monto, es lo que aprendo de cómo es el ser humano, viendo la pureza de los niños, es un disfrute ver la capacidad de comunicación que se da sin palabras. es fantástico ver lo que sucede si se les deja aprender a relacionarse sin cortapisas, enfrentarse a una negativa, a un desprecio, a una sonrisa, a una mano tendida desde la pureza, sin un adulto interfiriendo. Que mañanas más estupendas para los dos...  pero lo que más me emociona es ver que ese ajetreo infantil, junto con la estrategia silenciosa, el “no-hacer”, acaba por diluir las reticencias de los adultos. Un poco antes de irnos, los padres ven que no hay drama alguno que solucionar, los niños se ven más sueltos, aliviados y libres (que paciencia tienen ¿alguien se ha puesto alguna vez en su lugar?, probadlo, es toda una experiencia). El ambiente se distiende, nos preguntamos por los meses que tienen nuestros vástagos y hasta congeniamos un poco.

Ayer pasó algo divertido. Una madre se empeñaba en dirigir todo lo que los niños hacían, quien usa qué, quien hace qué.  Ellos intentaban pasarlo bien. Al rato, sin estridencias ni estrategias elaboradas, habían huido cada uno para un lado.  Por fin, esa madre, habituada a nuestra presencia, se atreve a abrirse – “¿Cuánto tiempo tiene?” – “¿Va a la guardería?”

Le digo que intentamos criarlo mientras podamos, queremos delegar su cuidado sólo lo estrictamente necesario. ¿Sabéis que me dijo? Que es mejor la “guarde” porque así los niños se relacionan!!! Sonreí y me fui a ver si los niños me dejaban jugar con ellos, a ver si me incluían en su juego y aprender algo. ¿Me dejáis jugar?♦

Diego Pérez // Esta dirección de correo electrónico está protegida contra spambots. Usted necesita tener Javascript activado para poder verla.