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Las dos humanidades

Podemos encontrar historias bellas hasta en los lugares más insospechados. Yo vengo de hallarla en medio de un cementerio de coches. Allí llegó en grúa mi vehículo moribundo, de allí salió resucitado. Los hombres buenos a veces visten viejo buzo y grasa hasta el cuello. He visto a un fogueado mecánico, curtido en las mil y un calamidades del motor, literalmente correr de un lado para otro afanándose en recomponer el cisco que le llevaba. Durante dos días se empleó en salvar mi coche con piezas de desguace y al final lo consiguió. 
 
Conocer a un hombre bueno a veces sale caro, pero compensa. Un panorama de máquinas destrozadas acorrala al protagonista de nuestra historia. Las apariencias nos siguen engañando. El dolor y la inconciencia permanecen aún grabados en los aceros retorcidos, pero la nobleza también medra entre la herrumbre. Tras burlar una avería mortal, nuestro buen hombre me entregaba las llaves del coche satisfecho. Me cobraba un precio muy inferior a lo que supone una avería de esa categoría. Ha debido de cambiar infinidad de piezas. La correa de trasmisión se había roto desencadenando el estropicio. Quien me vendió el vehículo de segunda mano, me aseguró que la había cambiado, como es preceptivo, a los 100.000 kms, pero no fue así. 
 
Las dos humanidades se nos presentan por doquier. La que vela por el bien de los demás y la que sólo mira para sí, aún a costa del perjuicio ajeno. Ahora piso feliz el acelerador, conduzco de nuevo veloz mi máquina que creí para la chatarra. Manos al volante, soy libre de elegir quién llenará la pantalla de mis pensamientos: el mecánico pringado de grasa, pero con corazón de oro o la persona de aspecto impecable pero fallas en el interior. Puedo perseguir a la persona que me ha engañado o asirme al recuerdo de esa otra que tan elegante comportamiento ha manifestado. 
 
Cada quien optamos por la película que deseamos proyectar por dentro. Es preferible quedarnos con las bellas historias, grabar la memoria de los hombres generosos. He de pensar en ese mecánico que se ha desvivido para que volviera a cantar un motor que agonizaba descompuesto. He de olvidar aquel otro que no obró de acuerdo a Ley. ¿Cuántas cosas habremos hecho nosotros en desarreglo a la Ley, que de hecho atraen a nuestras vidas ese tipo de situaciones? “Es necesario que todos reconozcamos nuestras propias deficiencias, poseamos un espíritu de tolerancia y olvidemos los agravios”, es la invitación de los Grandes Seres. Que el olvido de esos agravios, por parte de todos los humanos, sea la tónica de esta época, sugiere el Tibetano.

 

Koldo Aldai

 

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